"Te transformaste en un todo. Un todo lleno de nada que descose una parte de mi pasado y la deja abierta, deshilachándose en mi presente.
Un todo que lleva de polizón un poco de lo que soy y ni siquiera le importa.
Porque yo no soy la cantidad necesaria.
Buscame cuando te des cuenta de que tal vez lo soy y el resto son la cantidad que necesitan los demás."
Ese día, mientras se acercaba la noche, me di cuenta que otra vez lo comenzaba a extrañar.
Necesitaba escucharte cantar, pichón. ¿Dónde estabas cuando mis oídos se deshacían llamándote a vos? Ya no importa. O no debería. ¿De qué serviría llorar unas cuantas veces más? Si tu melodía va a seguir formándose entre mis comisuras y cada vez que me muerda la lengua. No, esta vez tiro la toalla. Y mirá que cuesta darse cuenta. El brazo propio no siempre encaja donde el otro ya dejó su marca. Pero como ya te dije antes, es como la plastilina. Acercame esa silla. Vení, sentate y cantame otro ratito.

Pasan los días y me doy cuenta de que tu recuerdo se va apaciguando. Sos algo más sereno hoy. Pero casi sin querer, me di cuenta de que conforme te apaciguás, te asentás. Cada vez sos algo más propio de mi anatomía, y hoy ya no sé cómo deshacerme de esa 25ava costilla. Protegés y encerrás mi corazón. Te pedí que te fueras, pero ya estabas soldado a mi cuerpo, pichón, y hoy dejarte ir es perder el equilibrio. ¿Y si me cantás un ratito más? No me importa que no contestes, me acostumbré a hablar sola desde el momento en el que supe que te ibas a ir.
Y de cuando en vez, en esos momentos en que rozo sin querer alguna jaula vecina, y me dicen que tu andar adorna otros cielos, y que ese cantar hoy lo tararean otras bocas, mis palmas soportan la incisiva presión de mis dedos y mi cuerpo la de mi rencor. En esos momentos es cuando pienso, hoy sí, pichón, hoy te dejo ir. Pero cuando estoy limpiando tu jaula, y recobrando soberanía sobre el que era tu alpiste, algún pájaro inocente e ignorante de mi pesar se apoya en mi zaguán y te juro, pichón, que siempre huele igual que vos. Ahí es cuando mis costillas se cierran haciendo presión, interpretando que mi siguiente acción será escapar de mí (a veces quisiera que no se diesen cuenta, que ignorasen mis intenciones, que me dejasen probar si realmente es posible dejarme atrás) y yo me vuelvo a acordar. O mejor dicho, vuelvo a sentir. A sentirte. Vuelvo a sentirte en mí. Entonces abrazo la jaula, y con el cuidado que recibiría una lámina de cristal, la vuelvo a colgar en su lugar, y dejando la puerta entreabierta espero todas las noches. Espero que me despierte tu armonía rodando por mi cuerpo, cubriendo mis costillas y volviéndome a abrazar. Cada mañana un poco sin querer, un poco queriendo, me arrastra. Cuántas veces habré preguntado a dónde, para que ese agudo silencio me dejara muda otra vez.
Pero me estoy empezando a cansar, pichón. Y esta vez parece que tus notas te llevaron muy lejos. Creo que llegó la hora de sacarle el polvo a mis cuerdas vocales. ¿No te querés quedar a escuchar mi canción? Esta vez quiero cantar yo.