Después de esa abertura inevitable no había nada. Nada de lo que él recordaba como algo, como suyo.
La cubierta (la agresiva, la determinante) lo separaba de ese más acá que para él era tan más allá.
Y resuelto tras ese mostrador, alimentaba a todos con ese sustento que era lo único que le hacía sentir que seguía estando acá, en casa. Antes de que ese enojo natural los hubiese sacudido, arrancando sus cimientos, y desgarrando sus vínculos.
Así, esperaba que esos momentos separados del tiempo que lo esperaban rodeando esas cuatro paredes, se combinaran con ese olor a ajo y tomate, y así, la próxima vez que hiciera girar ese picaporte, del otro lado iban a estar ellos y con ellos las paredes y el empedrado. La señora, el gato y la maceta. Las naranjas, el diario y el bar. El viento, el timbre y las horas.