Te vi y contuve la respiración. Mientras despreocupado recorrías mi espina dorsal, yo trataba de esquivar el espacio que te contenía. Sabía que igual iba a ser inútil, porque figurabas en el radar de mi anatomía. Mientras erizados mis brazos, se enredaban en los circuitos de alguien más, vos tensionabas mis vértebras y me hacías mirarte aunque no pudiera. El pasto era cada vez más verde, pero aunque bailase, se quemase o lloviese a mi alrededor, no había manera de que opacara tu presencia en mis flancos. Me moví, salí, y accedí. Me saqué sonrisas y las cosí a la velocidad de la luz en mis conversaciones. Te salteé cuando buscaba la derecha y también cuando buscaba la izquierda. Te salteé cuando no encontraba mi frente, ni mi espalda, y te salteé cuando las palabras te señalaban. Te salteé también, cuando mi mente trataba de entender qué buscaba, qué no podía encontrar y hacia dónde miraban las palabras. Continué y corrí y me despreocupé de vos, siempre atenta a mi ignorancia. Dejándote a un costado satisfice todas mis necesidades vitales, mientras obviaba a la más importante. Alguien gritaba mientras lo leía un grabador que la dejes de engañar, que le digas la verdad. Y así mientras te ignoraba, me preguntaba si me estarías escuchando. Pero el desmoronamiento de esa estantería interminable de lógica y esfuerzo que yo con tanta dedicación había armado, empezó y terminó cuando en un giro me di cuenta. Me di cuenta que para vos la obviedad y la ignorancia eran tan naturales como seguir vivo. En ese momento caí en la cuenta de que mi mente puede ser una planta carnívora, un círculo vicioso e inacabable, un remolino que arrastra, un monstruo que se retroalimenta de sí mismo y uno: el condenado cable a tierra. Y se parece tanto a un gato que dormido sobre nuestro regazo ronronea por períodos eternos, dándonos calor y recordándonos qué lindo es ese microsegundo en el que fuimos necesitados con amor. Hoy ya no puedo escuchar tus canciones, ni ver tus paredes. Me molesta tocar tus telas o ver tus colores. Odio la textura de tu piel y me molesta abrazar tus costillas cada vez que me voy a dormir. Me duele recordar tus pasos cuando veo tu piso, o que todavía resuene el eco de tu voz en éstas, tus habitaciones. Y me gustaría que este cuello que alguna vez fue mío, olvide tu aliento.
- Entonces te querés olvidar - me replicó.
- No, simplemente no quiero que exista.
- Es un concepto muy parecido - me dijo, mientras se acomodaba junto a mi clavícula. Pero al enfrentarse con mi silencio me indagó:
- ¿Por qué no querés que exista?
El silencio volvió a formarse, pero yo sabía muy bien lo que quería decir.
- Porque no quiero que exista sin mí.