Todo lo invitaba a desconfiar. El aire en su piel lo resquebrajaba tallando un millón de dudas. El gusto a sal en su boca despertaba en él unos escalofríos desequilibrantes. Y ese olor a amapola, el eterno olor a amapola. ¿Cuánto más tendría que esperar? No quería abrir los ojos. Tenía miedo. Miedo de que al abrirlos lo que encontrara frente a ellos no fuera la pequeña habitación blanca de cortinas azules con vista al mar. Y que en lugar de los eternos mechones marrones que nacían de su cabeza y morían en la almohada blanca, se encontraran otros, desconocidos, impersonales, ajenos.
Deseaba que ella se diera vuelta y acariciándole la cara le preguntase si quería desayunar, si quería que le trajese su plato de frutas y el café caliente. Así, podría reconocer su voz, así sabría que si esa voz se mimetizaba con el sonido del mar, entonces era ella y esa era la pequeña habitación blanca de cortinas azules que él necesitaba tanto.
Las horas pasaban, y su cuerpo estaba cada vez más entumecido, no quería mover ni un solo músculo. Temía despertar lo indeseable. Quería aguzar el oído y lograr escuchar a los bahianos que tamborileaban su paso por la plaza de la esquina, pero no lo logró. De todas maneras tampoco sabía qué hora era, tal vez era de madrugada, o tal vez era la tarde y en ambos casos los bahianos no iban a pasar.
No lo soportó más. Había llegado el momento. Se aferró fuerte de las sábanas y se dispuso a abrir los ojos. Primero sus pestañas se separaron, y sus párpados dejaron entrar una ola de luz que achicó sus pupilas. El mar rebotaba contra la costa y frente a él se encontraba la ventana de cortinas azules. Estaba en la pequeña habitación blanca y el sol marcaba las sombras tal y como lo recordaba. Todo era exactamente como él había deseado que fuera. Su felicidad estaba a punto de desbordar su cuerpo cuando se dio vuelta para inhalar una vez más ese aroma a amapola que destilaba su cuerpo. Pero su mano palpó el vacío en un vago intento por encontrar algo en el lado izquierdo de la cama. Él giró para darse cuenta de que ella no estaba.